El lunes justo a la salida del trabajo, vi parado en plena calzada a un bebé gato. Sin pensarlo mucho salté a la carretera rezando para caerle al animalito simpático así a bote pronto y cuestionándome que actitud tomar si era recibida por un arqueamiento de lomo o por bufidos (que a una le encantan los animales pero también es sensible al dolor). Pues bien, ni una cosa ni otra. El animal, haciendo gala de tan poco instinto de supervivencia como hasta el momento, al verme a su lado ni maulló siquiera. En este punto me entró la duda de como portearlo. Tras un repaso concienzudo a la fisonomía del minino por todos los flancos, fui consciente de que la situación ahora era ésta: Yo y bebé gato parados y empanados ambos en plena carretera, por tanto mejor no pensar tanto y obrar. Finalmente cargué con el michín con una técnica mixta: con una mano agarrándole por el pellejo del cuello como hacen las gatas y con la otra mano por los cuartos traseros. En resumen: lo llevaba sentado como una especie de Buda eso sí, alejado lo más posible de mi cuerpecito por si se despertaban los instintos asesinos del minino. Nada que ver, ni ser izado en volandas causó en él la más mínima reacción. Tras alcanzar finalmente la acera, me enfrenté a la siguiente cuestión: qué hacer con el animal.
Hice un minucioso estudio mental del lugar, aunque supongo que la escena vista desde fuera era ésta: yo parada como si me faltara un hervor con el bebé gato (también él con poca pinta de despierto) apoltronado en mis manos a prudencial distancia (en este caso no por miedo sino porque el susodicho tenía toda la pinta de sufrir de tiña). Trabajo en una zona de ricachos, por lo que a priori había un sinfín de chalets candidatos a ser su nuevo hogar. Sin embargo recordé que por las mañanas me cruzaba con muchos de los mencionados pudientes mientras sacaban a sus perros, por cierto muy estilosos y de pedigree (se entiende que hablo de los canes). Por este motivo no me decidía, y a medida que pasaba el tiempo por más que intentaba no hacer contacto visual, el michín cada vez me parecía más redondito y mono... Supe que estaba a un tris de perderme y echarlo al bolso, por lo que finalmente me decidí por una casa con apenas jardín pero que no siendo una vivienda (una peluquería para ser exactos) me parecía garantía de la no existencia de un perro fiero esperando para hincarle el diente a mi Belcebú (¡ouch! incluso había llegado a bautizarle, debía darme prisa...) Total que lo colé por la puerta y me alejé tratando de no mirar atrás...
Termino esta bobo-historia confesando que llevo toda la semana la mar de pendiente de la peluquería y aledaños.
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